Serían cerca de las nueve de la noche, era Nochebuena. Las
familias, la mayoría de ellas, se encontraban ya en sus casas, las calles poco
a poco se iban despoblando, tan solo quedaban algunos rezagados con el regalo
de última hora.
El termómetro en la calle marcaba dos grados bajo cero, no
obstante a Heriberto parecía no
importarle, caminaba con paso relajado, sin prisas, vestía un traje negro sin
abrigo. Se cruzó con un grupo de personas a las cuales tuvo que esquivar para
evitar encontronazos, estas parecieron no darse cuenta de su presencia, se
volvió a mirarlos un rato con envidia. Cuando se giró para seguir su camino
casi vuelve a tropezar con una pareja que tampoco parecía haberle visto.
Refunfuñó entre dientes. -Hay que ver cómo está el patio,
algunos no tienen ojos en la cara, la gente va que no se entera.-
Se sorprendió a sí mismo al darse cuenta de su actitud
intolerante, había jurado y perjurado a los suyos que cambiaría de actitud.
Recordó el porqué de su situación, la bebida, los malos
tratos hacia su mujer y sus hijos, ni siquiera los perros se habían librado de
sus ataques de ira después de flirtear con una botella.
Pero él había cambiado, quería recuperar el amor y el cariño
de su familia y haría todo lo posible
por lograr revertir la situación.
Siguió caminando, cinco o diez minutos más y estaría con los
suyos, no había prisa, tenía todo el
tiempo del mundo.
Llegó al portón y pensó, -ya está, una navidad más y todos reunidos,
por fin volveré a verlos.-
Se asomó, antes de entrar echó una mirada a través de los
cristales, la mesa estaba puesta, y allí estaban todos: sus hijos con sus
respectivas parejas, su mujer, y un par de criaturas pequeñas, ¡ah sí! también
los perros.
Cómo sería recibido era una incógnita, era consciente de no
haber sido buen padre ni buen marido, por eso no le sorprendió demasiado que no
le hubiesen reservado sitio en la mesa. Echó mano al picaporte, durante algunos
segundos hesitó, como si fuese entrar a casa ajena.
Ya habían empezado a cenar, y al parecer nadie le esperaba. Ahora
sí, sintió como si el aire frío de la noche invadiese todo su cuerpo, un
escalofrío recorrió su espina dorsal.
¿Cuántos años iban ya? ¿Nueve? ¿Diez? -No importa- pensó -lo
importante es que hoy es navidad, y estoy aquí, son ya diez años sin probar
alcohol, seguro que me lo tendrán en cuenta.-
Giró el picaporte y dijo para sí mismo, -adelante.- Una
ráfaga de aire caliente salió de la estancia impactando en su rostro, miró
fijamente a su mujer, la vio más envejecida,
no recordaba la última vez que había
mirado su rostro, ni cuando fue el último beso, la última caricia... Tampoco
recordaba que le hubiesen presentado a
sus nietos, ni a las respectivas parejas de sus hijos, también por ellos había
pasado el tiempo.
La puerta se abrió de repente, todos se giraron a ver quién
era el visitante, los perros se pusieron a gruñir. Su hija, que era la más
próxima, visiblemente molesta fue a cerrar para que no se resfriasen los críos.
Ni siquiera le miró al pasar a su lado, volvió a su sitio restregando las
manos, afuera hacía un frío de pelar.
Nadie pareció, "o nadie quiso" darse cuenta de su presencia.
Heriberto pensó no sin cierta amargura -lo tengo merecido-. No dijo nada,
siempre había sido persona taciturna y callada, siempre que había abierto la
boca había sido para discutir... ¡maldito alcohol!
Bueno, ya nada importaba, un año más se había armado de
valor y estaba con los suyos. Sin mediar palabra se dirigió a su sillón
preferido, sobre el cual parecía que nadie se hubiese vuelto a sentar.
Así transcurrió la noche, entre la sopa, el cocido navideño, algo de cordero, turrones,
mazapanes, sidra "El gaitero", y la tradicional algarabía de una cena
de navidad, sin que nadie le dijese: "ven y siéntate a cenar aquí con
nosotros".
No importaba, Heriberto nunca tenía hambre, allí se quedó,
cual gato de porcelana, u osito de peluche, como figura inanimada. Tan sólo en el momento de brindar se acordaron
de él, alzando las copas se giraron hacía el sillón donde él se encontraba y
dijeron: "Va por ti papá". Él alzó la mano tímidamente, quiso llorar
pero no tenía lágrimas, no hubo besos, abrazos, reproches ni palabras de cariño.
Iban ya más de diez años y siempre se repetía la misma
historia, un brindis y nada más.
Heriberto se quedó solo en su sillón, en la penumbra por la luz de las farolas de la calle, los demás
se recogieron a sus alcobas.
Heriberto soltó un suspiro: "un brindis nada más" musitó. La ciudad ya estaba dormida, se levantó y creyó que sería buena idea dar un
paseo a pesar del frío de la noche, iría
a donde sus pies le quisiesen llevar. Se imaginó a sí mismo el año siguiente por
navidad mostrando su arrepentimiento y pidiendo
perdón por todos los malos tratos infligidos a los suyos. Volvería por navidad
y se preguntaba si esa vez tendría el valor de pedir perdón.
Se fue con su paso lento, las manos en los bolsillos. Era
noche de luna llena, los carámbanos colgaban de techos y fuentes, sobre la
hierba una sábana de escarcha, sus pies poco a poco le fueron alejando de la
ciudad hasta una enorme finca vallada
con un portón de hierro forjado, Heriberto cruzó el portón sin hesitar y se
desvaneció entre la niebla.
En un letrero de fundición se podía leer: Cementerio Municipal.
By. Luis Ángel Jul López