Le despertó la algarabía, a su alrededor, villancicos,
risas y el típico "plop" del descorche de botellas de champán, los
empujones y tropiezos de la gente casi dieron al traste con aquella habitación
improvisada de cartón…
También estaba aquél maldito picazón en el
tobillo que le había amargado la noche, encajonado, entre los cartones apenas se
podía doblar, de manera que se dispuso a eliminar dicho picor con las uñas de
los pies, lo cual le recordó que hacía mucho no se las cortaba, y el motivo de
los "tomates" que lucía en sus viejos calcetines ya apenas dignos de
tal nombre.
Se dijo para sí mismo que ya
no podría dormir más, sin que nadie se fijase en él, emergió de entre los
cartones cual hombre invisible.
- El día de la salud pensó.-
Para él, todos los días lo eran, de eso
hacía ya más de siete años.
Puso rumbo hacia una fuente, no, sin antes
recoger del suelo unos cuantos décimos, siempre había algún despistado, que
desechaba algún reintegro antes de verificar la pedrea, y veinte euros para él, eran toda una fortuna…
Se aseó, como siempre, lo hacía todas las
mañanas, afeitándose ante el cristal de algún escaparate, tenía por costumbre
estar presentable por si surgía alguna oportunidad de trabajo, algún fin de año
había trabajado de camarero, eran dos, o tres días que le garantizarían comida
para todo el mes de enero.
Volvió sobre sus pasos al soportal donde
solía dormir, al lado de la administración de loterías, frente al Banco
Santander, estaba seguro, presentía que algo iba a caer, los cartones que le
habían servido de habitación, ahora chorreaban champán.
Allí seguían, el dorado líquido corría
generoso y con alegría, un viandante, que parecía no participar de la alegría
general, maldecía su suerte.
-Maldita sea, lo tenía al lado… casi me
toca.-
El desconocido se aproximó de él, iba
irado, en las manos llevaba un par de décimos.
-Maldita sea, por un número, un puto
número.-
-Te los regalo, dijo airado el
desconocido.-
Sin mediar más palabra y con gesto
despectivo, el desconocido personaje le endosó un par de décimos, metiéndolos en
el bolsillo de su vieja americana, y, rematando la jugada con un par de
palmaditas.
Se fue refunfuñando.
Arístides se quedó un rato mirando cómo se
alejaba el desconocido, pronto vino uno de los agraciados y le obsequió con una
botella, haciéndole partícipe de la fiesta.
Mezclado entre los ganadores, bañado en
champán, ya perdida la esperanza de que alguien le llamase para hacer un extra debido
a su aspecto de "agraciado," Pensó: Quizás alguien me invite, por lo
menos comería gratis.
Entre los afortunados, y, a la caza del
tesoro, se hallaban los representantes de la banca, cual depredadores, acechando
sus presas, tratando de hacer el agosto en pleno diciembre.
Arístides los conocía bien, gracias a
ellos, a sus mentiras, medias verdades y tejemanejes, había perdido todo su
patrimonio, la familia y el futuro que en su momento se vislumbraba halagüeño.
La
sola visión de tales personajes le producía rechazo. Pensó: Lo bueno de ser un
miserable, es que no tendré que tratar más con ciertas alimañas...
Estaba equivocado, la ambición desmedida,
el amor a las comisiones prometidas por la captación de depósitos, haría con
que Arístides volviese a pisar moqueta en el despacho del director.
Se llevó la botella a los labios y bebió
como un afortunado más, el día estaba "perdido," oliendo a champán y
con la ropa empapada, seguro que nadie le daría trabajo ni de friegaplatos por muy apurados que
estuvieran.
Desde el otro lado de la acera se vio
reflejado en el escaparate del Santander y le entró la risa…
Supongo fue aquella sonrisa lo que
atrajo al director, se acercó a él con su mejor cara, apestando a alcohol de tanto
trago amigo.
-Hola, me llamo Fulgencio, soy director
del Santander,- dijo con voz pastosa.-
-Enhorabuena, veo que eres uno de
los agraciados… En el Santander te daremos las mejores condiciones y podrás
disponer de tu dinero cuando lo desees…-
Arístides no daba crédito a lo que estaba
sucediendo.
-Pero, si yo no…-
-Nada más que hablar,- Dijo Fulgencio
arrastrándole hacía la oficina al otro lado de la calle, al tiempo que echaba el
brazo sobre sus hombros, y posaba una lasciva mirada sobre los décimos que
apuntaban por el bolsillo de la vieja americana.
D. Fulgencio, como le llamaban en la
oficina ordenó unos cafés.
-Para despejar un poco los efluvios del
champán.- Dijo a la vez que ofrecía asiento a su invitado.
Arístides desconcertado pensaba, -¿Qué
haría el viejo cuando se diese cuenta de que no había premio?-
Con la confianza que da estar en terreno
conocido, Fulgencio alargó su mano cogiendo los décimos del bolsillo de la
vieja americana, Arístides palideció a la vez que se incorporaba violentamente.
-Cálmate hombre, cálmate, te vamos abrir
una cuenta, y de regalo te vas a ir de crucero por el Caribe.-
Arístides apenas le pudo oír, con sus ojos
fijos en los décimos, apenas podía dar crédito a lo que estaba viendo.
¿Se había equivocado aquél misterioso
viandante? ¿Un ángel enviado por el señor quizás? Era el gordo…
Le entró un mareo, con la vista
nublada pudo ver, como D. Fulgencio metía los decimos en un sobre y los mandaba
a la caja fuerte mientras ordenaba la apertura de una cuenta a su nombre.
Era día de reyes, Arístides se hallaba a
bordo de un crucero de lujo rumbo al Caribe, siete años de miseria, hambre,
frío y humillaciones. Casi no se lo podía creer, no podía dejar de pensar en aquél desconocido.
A la vez, en la oficina del Santander, el jefe de
zona exigía responsabilidades y saber quien había tomado dos décimos, en los
cuales no coincidía el último guarismo con el número premiado.
D. Fulgencio acojonado, tan solo acertaba
a murmurar:
-Maldita sea, por un número, un puto
número.-
By. Luis Ángel Jul López